Rafa Macarrón es una de las voces más interesantes del panorama artístico español actual. Su obra se mueve entre la herencia española que proviene de la pintura de Picasso a Saura, de Mompó a Bonifacio, así como en el rastro de una figuración líquida, vista en Arshile Gorky o en Roberto Matta, y en el sentido del art brut de Jean Dubuffet, y en la translación del cómic a la pintura de Philip Guston. Todo ese bagaje cultural, no aprendido en ninguna facultad, ni hispana ni extranjera, sino visto motu proprio, le ha llevado a cristalizar en su puchero alquímico una pintura figurativa cuya narrativa nos traslada a un mundo nuevo y particular.
Las nuevas generaciones de artistas españoles, nacidos a partir de los años 80, han visto claro que su éxito es mundial, es decir, atraviesa al menos el Atlántico, o no lo es. Enraizados en la tradición española, pero con una mirada que, desde el comienzo, va más lejos. Rosalía comienza su reciente canción LLYLM (Lie like you love me), con la frase “Yo soy de aquí…lo diré en inglés y me entenderás”. Tras esta introducción en acústico, viene un momento de silencio antes de lanzar un gancho melodioso y popero: I don’t need honesty, baby, lie like you love me. Es una mezcla perfecta, una canción internacional, un desgarro con pinceladas flamencas.
“La pintura es transmitir la emoción que tenemos dentro y ser capaces de transmitírsela al espectador”, explica Rafa Macarrón. El objetivo de este artista es mostrar a través de sus pinturas unos mundos divertidos y extraños, con el deseo y la esperanza, de transmitir una alegría o una emoción, como hace la música. Si Rosalía ha salido del flamenco, con Los Ángeles, y El Mal Querer, Macarrón ha salido de esa tradición española del grafismo singular, que viene de Goya y pasa por Picasso (el de Sueño y Mentira de Franco) y Saura, de la figura distorsionada de Barjola o de Bonifacio, pero que ha mirado y entendido muy bien las distorsiones de los británicos (Sutherland, Bacon) y de los americanos (Gorky, Guston, etc.).
En el cuadro presente Nueva York (de 226 x 366 cm.), seis figuras singulares se interrelacionan en un diálogo concentrado en miradas y en gestos de sus extremidades. Los dedos de las manos y de los pies, nunca en número de cinco, se distorsionan como los dedos-falos en el Picasso de la época del Guernica, influido por la imaginería de los Beatos medievales, que le mostraba Juan Larrea. Macarrón presenta a sus personajes como saliendo del espacio pictórico, ocupando toda su escena (compuesta a base de grises y negros), o como intentando salir de ella. Sus manos y pies, descompensados o gigantes, alteran la perspectiva, y todo flota en un espacio desestructurado. En este sentido, sus esculturas nacen de su propia pintura.
La composición, ejecutada a base de esprays, acrílico y trazos con barras de óleo, se basa en una tensión de los extraños cuerpos y de sus posicionamientos, con esos ojos enormes, no colocados simétricamente, que nos traspasan la tensión, como si fuera una aventura de Mortadelo y Filemón. Macarrón nos muestra su universo pintado, sus fantasmas, como Graham Sutherland nos presentaba su bosque animado. Ambos manejan imágenes simples de personajes o animales extraños con un lenguaje gráfico elemental (que proviene de los dibujos animados), pero con una carga poética singular en su zoología personal.
Las figuras de Macarrón, sus personajes, se caracterizan también por la deformación de manos y pies, por esos ojos que se salen de sus órbitas y que no se disponen paralelos, y por cabezas extrañas con mandíbulas de muchos dientes. Los hace vivir en un escenario, salvando la amenaza literaria y encapsulándoles como en el zoo tras la barrera del cristal. No se para en los detalles particulares del rostro, en la similitud aristotélica, sino que emborracha todos estos detalles, los ahoga en un alcohol total, donde los rasgos particulares se convierten en rasgos animales. Para Green Tree Form (1940) (Tate Gallery, Londres), Sutherland se basó en un árbol caído en un banco de hierba, con las raíces expuestas, aisló este «objeto encontrado» y abstrajo su forma para que pareciera emerger del turbio entorno verde. Sutherland ha convertido el árbol caído en un monstruo, lo ha metamorfoseado en un animal imaginado.
La oeuvre de Macarrón presenta un pathos como la de Sutherland con respecto al mundo de los árboles, un mundo narrativo poblado de monstruos, de figuras distorsionadas, de ventanas de color y de pinturas negras, de libros y de aquelarres. Su pintura es un ejercicio de desgarro, es manifestación. Es epifanía de algo que uno mismo no domina y que nace en la confrontación entre la mano del artista y su cabeza, y cuya sismografía se revela en el papel o en el lienzo.
La distorsión y la energía frenética de sus escenas otorgan una tierna vulnerabilidad a sus extraños seres, a esas pinturas negras. La composición tiene asimismo algo de figuración egipcia, de palimpsesto, que recorre la historia del arte. Macarrón controla la dinámica de la acción, la cinética del trazo, las expresiones de sus paradójicos seres, lo controla con un acabado gráfico muy personal, con un dominio excelente de los medios técnicos. Su poética es anfibia por naturaleza, clásica y viral: interviene al mismo tiempo manejando tanto la historia del arte como los nuevos sistemas de las plataformas y las redes. Macarrón parece seguir la determinación del poeta Jean Cocteau: «Haz hoy lo que los demás harán mañana».
Text by Kosme de Barañano